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Viejos, muéranse ya.
Artículo de Carme Riera en La Vanguardia

Los sanitarios no tuvieron más remedio que aplicar unos protocolos terribles. Protocolos de guerra, que mandan salvar, en primer lugar, a los jóvenes, sanos y fuertes, y no a los viejos, enfermos o desvalidos. Unos protocolos estrictos y razonables, sin duda, aunque en circunstancias tan dramáticas añadían aún mayor angustia a los contagiados que no pertenecían al primer grupo. Es posible que muchos de los ancianos desconocieran tales normas, aunque tal vez las intuían. No era difícil suponerlo. Tengo el convencimiento de que más de la mitad de los casi 35.000 muertos en las residencias tendría conciencia anticipada de que estaba de sobra.

Los viejos no producen. No aportan beneficios. Todo lo contrario. Son chupópteros del sistema. Incrementan el gasto de la seguridad social y disparan con sus achaques los sanitarios. Son una excrecencia, un forúnculo, esos molestos granos de pus que la sociedad del bienestar trata de disimular.

Pese a que la longevidad, de momento, no es un delito, tal vez lo será pronto. La población del primer mundo tiene unas expectativas de vida cada vez mayores y quién sabe si no se negarán en la sanidad pública los tratamientos necesarios a los viejos, como ya algunos han denunciado no hace mucho en un hospital de Tenerife.

En este sentido, la pandemia hizo un gran favor al eliminar la carga de tantos viejos. Viejos, sí. Una palabra que, dentro de nada, como ya ha ocurrido con moro o negro, pasará a engrosar la lista de los términos políticamente incorrectos, esos que no debemos utilizar, no vayan a tildarnos de fachas.

Me parece curioso que el triunfo de los subterfugios que constituyen los eufemismos sea inversamente proporcional a la consideración que dispensamos a la realidad o realidades que encubren. Viejos ha sido sustituido por mayores o personas de edad, expresiones que se consideran menos ofensivas, pero que en absoluto palían la falta de consideración con que son tratados. Al contrario.

Muchos pensamos que, con la vuelta a la normalidad, este colectivo que tan mal lo pasó contaría con una atención mayor que contravendría eso de que está de sobra. La campaña del médico valenciano Carlos San Juan, –“Soy mayor, no idiota”–, firmada por 600.000 personas, así lo permitía suponer. Pero la imposibilidad de hacer cualquier trámite sin acceder a internet (bancario, administrativo, de cualquier administración del Estado) está más vigente que nunca. Todo pasa por el acceso a esa herramienta. Para pedir una cita, para que alguien te atienda de manera presencial, es necesario solicitarlo previamente en la web y se conseguirá Dios sabe cuándo. Hay que acudir a las mafias que se quedan con las citas y pagar. Un negocio más que la administración permite y al que los viejos, sin recursos, claro, no pueden acceder. La campaña de San Juan no ha servido para nada. Cabía suponerlo: era de un viejo. Una vergüenza.